comprender y validar el desarrollo humano de tal manera que se incrementen las “opciones de las personas para que puedan llevar vidas valiosas”. En breve, “el bienestar y la calidad de vida de las personas” debieran ser el núcleo a partir del cual se pueda afirmar que una determinada política o conjunto de políticas resulta exitosa.
Lo hasta aquí dicho no significa que ciertas políticas no deban continuar como la persecución legal de la oferta, de las bandas, del lavado de dinero, etc. Pero sí que se reconozca que para obtener metas sostenibles de largo plazo debe colocarse también un fuerte acento en la ciudadanía, en su bienestar, en su cohesión y en su convivencia en el marco de sistemas genuinamente democráticos.
3. La “guerra contra las drogas”, un camino poco productivo
La estrategia “guerra a las drogas” con su marcado sesgo hacia la militarización y el “combate” ha dado resultados poco satisfactorios hasta la fecha, en toda la región latinoamericana y otras partes del globo. La destrucción de los grupos narcotraficantes y el desmantelamiento del negocio de las drogas se constituyeron en pilares claves de muchas políticas públicas latinoamericanas. El mayor énfasis en la persecución de las cabezas visibles del narcotráfico se implementó de modo decisivo en varios países. Ello se basó en el encarcelamiento y la muerte de los grandes barones, así como en la realización de juicios internos y el envío al exterior según solicitud de los gobiernos. Los múltiples efectos de esta política en términos de violencia y corrupción han sido detallados en la bibliografía especializada.
El intento de desarticular el narcotráfico por esta vía ha exacerbado fenómenos ya existentes como la conflictividad socio-política y la corrosión institucional, que se han ampliado y degradado. Asimismo, desde el punto de vista organizacional del negocio los resultados del desmantelamiento del narcotráfico han sido mediocres. La confluencia de factores tales como el incremento de los contactos criminales transnacionales; el alto nivel de consumo de sustancias psicoactivas en Estados Unidos (con niveles estables de uso),
Europa (el mercado que más ha crecido) y Sudamérica (hoy tercer consumidor del mundo); el deterioro social y la debilidad estatal han llevado a que, por ejemplo, Centroamérica y el Caribe sean territorio fértil para la expansión del narcotráfico. Adicionalmente, la militarización del combate contra las drogas se convirtió, salvo contadas excepciones (por ejemplo, Argentina, Chile y Uruguay), en una política habitual en Latinoamérica.
Sin embargo, los resultados de dicha militarización fueron desafortunados en el terreno institucional, así como improductivos en la perspectiva del combate contra los narcóticos. El efecto de la participación militar en las acciones anti-drogas incidió negativamente sobre las relaciones cívico-militares; el estado de los derechos humanos; y los grados de corrupción. El papel directo y prominente de las fuerzas armadas en tareas de erradicación, interdicción, persecución y desmantelamiento no significó un avance promisorio en la dirección de eliminar el fenómeno de las drogas. Cada cierto tiempo, según el país de turno y en determinadas coyunturas se anuncian triunfos trascendentales gracias al despliegue represivo militar: al cabo de algunos años, comparando las situaciones históricas y las existentes y ante la multiplicación de frentes de combate anti-narcóticos se aprecia que apenas se trataba de triunfos pírricos. En ese proceso, y en varios países, las fuerzas armadas como corporación, se han vuelto adictas a la “guerra contra las drogas”: se nutren de recursos internos y externos; ganan influencia doméstica; y reciben el consentimiento de Estados Unidos.
Finalmente, la extradición de nacionales ha sido un componente central de la política pública anti-narcóticos en varios países y en distintos momentos. Con esta práctica se esperaba que los sistemas judiciales debilitados, entre otros, por el auge del narcotráfico tuvieran una menor carga y pudieran fortalecerse; que la colaboración jurídica redundara en la posibilidad de ganar en efectividad respecto a la desarticulación del fenómeno de las drogas; que los aparatos de justicia pudieran abocarse a dar respuesta a delitos más graves; y que la amenaza y el uso de este instrumento sirviera como disuasivo para que ingresaran menos personas al negocio. Ahora bien, la aplicación de la extradición tuvo resultados ambiguos. Sin duda, los países que la implementan activamente han mejorado de modo sustancial sus vínculos con Estados Unidos. No obstante, los efectos específicos en la lucha contra las drogas han sido insustanciales: los narcotraficantes no se han disuadido (siempre hay alguien que reemplaza al extraditado, al encarcelado o al eliminado); la justicia no ha incrementado su eficacia (salvo simbólicamente); y el impacto sobre el desmantelamiento del negocio (en espacial de sus manifestaciones más violentas) ha sido insignificante. En breve, una serie de políticas anti-drogas esencialmente punitivas y en los que la dimensión del desarrollo ha sido ignorada o ensombrecida ha mostrado, una y otra vez, los límites del actual modelo para desterrar el fenómeno de las drogas.
El desarrollo de este modelo ha tenido no pocas consecuencias negativas en el plano social. Una de ellas, tal vez paradigmática, ha sido el intento de erradicación de cultivos. Los avances derivados de la destrucción de cultivos han sido, comúnmente, negativos, nocivos y paradójicos. Han sido negativos porque no se ha afectado el poder de los traficantes ni se han mejorado las condiciones sociales, económicas y ambientales en las áreas en que se aplica. Han sido nocivos porque han creado un ciclo vicioso: una conjunción de factores—apertura de bosques para establecer cultivos ilícitos; exigencia de erradicación forzada de plantaciones; uso de técnicas de aspersión área y/o manual con químicos; deterioro del medio ambiente por acción de los barones de las drogas y por las respuestas estatales poco sensibles a las condiciones ambientales; desarticulación de la economía campesina de sustentación; persecución violenta de pobres rurales (campesinos e indígenas); ausencia de cultivos alternativos realizables en el mercado de manera segura y perdurable; presencia esporádica y usualmente represiva del Estado; traslado de plantíos ilícitos a otras zonas; y reinicio del proceso—ha culminado en una situación perversa en la que se refuerzan los incentivos para continuar con las plantaciones ilícitas. Y han sido paradójicos porque en algunos casos han llevado a una mayor movilización y al fortalecimiento político y social de grupos internos tradicionalmente menos recursivos y poderosos y en otras ha facilitado el crecimiento de grupos armados.
La cuestión del crimen organizado ha pasado a ocupar un lugar más destacado en la agenda mundial, latinoamericana y nacional. Si el “efecto globo” caracteriza el movimiento y adaptación territorial de cultivos ilícitos en diversos países, en materia de crimen organizado ya se puede hablar de un globo dirigible mayor: una suerte de “efecto zeppelín” que expresa la expansión, flexibilidad y readecuación del crimen organizado a lo largo y ancho del
continente.
Argentina no es ajena a ese fenómeno. Ahora bien, no se trata de “sobre-securitizar” este asunto. El ascenso del crimen organizado se vincula más con la vulnerabilidad externa y la institucionalidad interna; esto es, se trata esencialmente de un problema de gobernabilidad. El avance del crimen organizado socava la democracia, debilita el Estado de derecho, facilita la corrupción, aumenta la injusticia social, produce costos directos e indirectos sobre la economía, exacerba una subcultura que premia la ilegalidad, degrada el sistema político, afecta la soberanía nacional y reduce la autonomía estatal en el frente internacional. Una vía de evitar un costo colectivo superior e impredecible que se derivará de “sobre-securitizar” este reto es abocarse a uno de los negocios—el de las drogas ilícitas—del crimen organizado a partir del principio del desarrollo centrado en las personas.
En cuanto a la Argentina, es posible decir que corre hoy un riesgo: la tentación de creer que incrementando la criminalización de todas las facetas del negocioe incorporando las fuerzas armadas en labores anti-narcóticos se avanzará en la resolución de las dificultades que produce el fenómeno de las drogas. Ambas tácticas, de llevarse a cabo, solo serán el preludio de un fracaso anunciado. Adjuntar al tema de las drogas la preocupación por un desarrollo solidario, incluyente, con justicia social, centrado en las personas—es una opción más realista para ir solucionando, gradualmente, el reto de los narcóticos.
4. Principales víctimas del fenómeno global de las drogas
Resulta significativo distinguir quiénes constituyen las principales víctimas del fenómeno global de las drogas. En la “guerra contra las drogas” ha habido y hay perdedores y ganadores. En general, los más directamente afectados con las prácticas coercitivas y persecutorias son los campesinos y trabajadores temporales vinculados al cultivo de plantíos y el levantamiento de las cosechas; los pueblos originarios y pobres rurales que deben sufrir los efectos de políticas de erradicación forzada (y ocasionalmente química) de plantaciones y las tareas de interdicción; las “mulas” cargadas con drogas para ser trasladados a los polos de demanda; los habitantes de barrios humildes que son el escenario de pugnas territoriales violentas en la que participan traficantes adiestrados, cuerpos de seguridad corruptos, políticos deshonestos y organizaciones criminales; los sectores populares estigmatizados por habitar en “ollas” de expendio de drogas; los grupos más débiles que carecen de capacidad de presión política para impedir ser víctimas y victimarios de luchas intra-mafias; los consumidores ocasionales que son perseguidos como si fueran terroristas en potencia; las familias perjudicadas por la imposibilidad de que un miembro que consume abusivamente drogas pueda recibir algún tipo de asistencia médica; y tantos otros que constituyen el eslabón débil de una extensa cadena que culmina en un negocio enormemente lucrativo para unos pocos. Los grupos humanos vulnerables que son severamente hostigados y penados terminan muertos, en las cárceles, sin acceso a la salud y carentes de oportunidades alternativas de una vida digna.
En general, los que obtienen beneficios jugosos de un emporio ilegal gozan de sus lujos e inversiones intocadas a pesar de la parafernalia de normas y restricciones de diverso tipo; de su fama social entre clases pudientes que suelen darle la bienvenida a los “nuevos ricos”; de su inserción económica y política en los intersticios entre la ilegalidad y la legitimidad y ante un Estado parcialmente inmovilizado por la colusión de intereses entre algunos funcionarios y las organizaciones criminales; de su poder de cooptación y corrupción nacional e internacional; y de las garantías de defensa personal que se proveen a través del mercado desregulado de armas ligeras y el avance de los compañías privadas de seguridad. Este modelo dual, en el que las consideraciones sobre el desarrollo son notablemente secundarias, ha servido para ampliar las brechas sociales, las inequidades económicas, las diferencias políticas y las asimetrías internacionales.
5. Un contexto novedoso
Existen dos asuntos novedosos que permiten ser optimistas respecto a la validación conceptual y política del vínculo entre desarrollo centrado en las personas y las drogas ilícitas.
Por un lado, la crisis financiera y económica global se ha reflejado en una revalorización política del Estado y de su rol regulador: es cada vez más admisible tener un Estado que supervise más e intervenga mejor en un mercado que produce consecuencias devastadoras cuando opera sin control alguno. El reconocimiento del papel central del Estado y de su capacidad de intervención para controlar, moderar y garantizar un orden básico es revelador: no parece haber espacio para más desregulación. Por el contrario, se imponen más y mejores regulaciones en distintos ámbitos de la economía junto a un fortalecimiento institucional de los gobiernos. Uno de esos ámbitos es el de una mejor fiscalización de la banca offshore y los paraísos fiscales internacionales, así como una mayor transparencia en materia de secreto bancario y más control sobre la fuga de capitales.
Por otro lado, la situación global y continental en materia de drogas—ya sea su empeoramiento de acuerdo a algunos indicadores o, al menos, de falta de avances promisorios según los análisis menos pesimistas—ha venido alentando la necesidad de una nueva reflexión y una mejor práctica en este frente. El reciente ejemplo de Uruguay y la legalización del cannabis a través de una ley aprobada por el legislativo, así como el hecho de que los estados de Colorado y Washington en EE.UU. hayan decidido, por voto popular, la legalización de la marihuana, son ejemplos emblemáticos de nuevos intentos de regular el mercado de las sustancias psicoactivas ilícitas.
Así, una particular combinación de urgencia, oportunidad y necesidad parece sugerir la relevancia de generar una amplia coalición de actores estatales y no estatales abiertos a explorar miradas y medidas alternativas, siempre sometidas a evaluación. Se trata, en resumen, de estimular una experimentación exigente; una experimentación que sea analizada con rigor y resulte más benéfica que la inmutable estrategia actual. Ello conduce a una política de regulación modulada. Esto implica diseñar y ejecutar un tipo de regulación específica por droga de acuerdo a los daños que cada sustancia psicoactiva ilegal causa. En consecuencia, se busca desagregar el universo de las drogas ilícitas existente pues no todas son idénticas en su naturaleza y efecto. Por lo tanto, se requiere el establecimiento de distintos regímenes de regulación.
6. En resumen
Todo lo anterior remite a contemplar lo siguiente:
I. Cada vez resulta más insostenible el desbalance implícito en la presente estrategia anti-drogas. Más recursos para combatir la oferta; mayores presupuestos para las agencias federales y sub-nacionales encargadas del componente punitivo de aquella; poca integralidad en las políticas desplegadas; escasa coordinación inter-institucional; y baja cooperación inter-estatal solo van a provocar más frustración y fatiga ante el fenómeno de las drogas. Se requiere, con urgencia, fondos para reducir la demanda; más inversión en los ministerios y oficinas orientados a la prevención; una política comprensiva en la materia; mejor gestión coordinada en el plano burocrático; y nuevas modalidades de colaboración con los países de la región. El dilema acá es perpetuar o innovar; algo que en esencia comprobará ante la sociedad la voluntad de resistir o facilitar el cambio en relación a las drogas.
II. Es necesario asumir que algunas buenas prácticas concretas y corroboradas en el frente contra los narcóticos pueden ser complementadas por una serie de políticas que, a primera vista, no son específicamente dirigidas a la problemática del narcotráfico. En ese sentido, la mejor política anti-drogas es tanto una sensible política contra las drogas como una buena política pública en materia de educación, salud, empleo, juventud, derechos humanos, justicia, entre otras. El problema de las drogas es un síntoma de algo mucho más hondo y su eventual superación requiere afrontar las dificultades y retos estructurales que, como se ha mencionado ya más arriba, lo nutren y multiplican. En consecuencia, parecería conveniente reconocer la relevancia de sostener políticas fundadas sobre el desarrollo humano combinadas con políticas puntuales orientadas hacia la persecución penal del narcotráfico.
III. Las respuestas simples a cuestiones intrincadas como la de las drogas ha reforzado el despliegue de políticas de fuerza que, aunque en ocasiones logran determinados resultados simbólicos en el corto plazo, no resultan sostenibles en el largo plazo. Tanto el Estado como la sociedad pueden creer que habrá algún día una “bala mágica” que resuelva el fenómeno de las drogas. Sin embargo, ello no es realista. La alternativa—la búsqueda de respuestas difíciles a asuntos complejos—no es particularmente encantadora, pero es imprescindible si se aspira a contener, y eventualmente revertir, las manifestaciones más deletéreas de dicho fenómeno. El liderazgo político tiene ante sí una exigente opción: especular y actuar con un calendario electoral a mano a la hora de diseñar políticas anti-drogas o pensar y proceder con una mirada estratégica.
IV. La falta de estatalidad, el cuestionamiento de las instituciones y la volatilidad de la opinión pública constituyen un dato recurrente de la realidad nacional. En este contexto, el fenómeno de las drogas genera un gran dilema: su mal manejo puede ahondar más la debilidad estatal y el desgaste institucional, mientras su buen manejo no necesariamente produce réditos inmediatos. En este caso, ese dilema también es elocuente: o se mantienen
políticas anti-drogas de baja efectividad (lo cual tiene efectos sobre la estatalidad y la institucionalidad aunque inicialmente no sean tan costosos) o se implementan políticas que aspiren a mayores niveles de efectividad (con el potencial beneficio de fortalecer el Estado y las instituciones). Preparar a la ciudadanía para que comprenda y respalde políticas de mediano y largo plazo en el frente de las drogas es esencial. Se necesita explicitar que el “tiempo” es un factor clave para ir resolviendo, gradual y efectivamente, el desafío de las drogas.
V. Pareciera asomar un nuevo imaginario sobre el fenómeno de las drogas que tiene como razón de ser un malestar extendido acerca de las formas que se han utilizado para su superación. Esto ha alentado más voces y manifestaciones grupales heterodoxas que propician un debate novedoso, realista y ponderado sobre el tema en cuestión. Como consecuencia de ello es posible observar una mejor calidad del debate ciudadano alrededor de las drogas. Los estados parecen rezagados frente a esos avances. En el continente, sin embargo, se han dado quizás las controversias internacionales más interesantes de los últimos tiempos favorables a ensayar alternativas menos convencionales en torno a las drogas. Resta ver si la voluntad política de los gobernantes del área desalienta o facilita una discusión aún más profunda y propositiva. Ese es, finalmente, otro gran dilema que enfrenta hoy la Argentina: sumarse a una indispensable deliberación sobre el tema de las drogas o ensimismarse y repetir las políticas erradas que ya se han dado en el área y extra-regionalmente.
En síntesis: incorporar el tema del desarrollo centrado en las personas a la cuestión de las drogas puede abrir un espacio amplio para reflexionar, debatir y consensuar nuevas iniciativas, tanto ciudadanas como estatales, en torno a los narcóticos. Concebir medidas que apunten a la reducción de daños para los individuos, las familias, los barrios y las comunidades; a la capacidad social y estatal de afrontar y superar coyunturas críticas en materia de drogas; a la regulación modulada de los narcóticos ilegales de acuerdo a la naturaleza específica de cada droga; y la apertura a nuevas exploraciones conceptuales y prácticas para elevar la calidad de vida de los ciudadanos y los países hoy tan afectados por el avance del crimen organizado, son algunos de los potenciales aportes que se podrían producir si el acento de la cuestión de las drogas se traslada de la sustancia a las personas, de la seguridad al desarrollo y de la quimera abstencionista a la realidad humana.
Contacto: cuestiondrogas.arg@gmail.com